EL PAPA A ARGENTINA: LA
FAMILIA, «BIEN INSUSTITUIBLE DE LA SOCIEDAD»
DISCURSO AL SEGUNDO GRUPO DE
OBISPOS EN VISITA «AD LIMINA»
Queridos hermanos en el
Episcopado:
1. Me complace dar mi
cordial saludo de bienvenida a vosotros que formáis el segundo grupo de Obispos
argentinos en visita «Ad limina». En vuestra peregrinación a las tumbas de los
Santos Apóstoles Pedro y Pablo y en los encuentros con el Obispo de Roma y sus
colaboradores encontraréis un nuevo dinamismo para proseguir en vuestra misión
episcopal, siendo conscientes de que Cristo no abandona nunca a su Iglesia (cf.
Mt 28,20) y la guía con la fuerza de su Espíritu, para que sea en medio del
mundo signo de la salvación. Que Él, maestro de pastores, os colme de esperanza
y os haga testigos de ella en vuestra vida (cf. 1Pe 3,15), edificando así a
todos los fieles confiados a vuestra atención pastoral.
Agradezco a monseñor
Estanislao Karlic, arzobispo de Paraná y presidente de la Conferencia Episcopal
Argentina, sus amables palabras renovándome la adhesión de cada uno de vosotros
y de las comunidades eclesiales que presidís en nombre del Señor, presentándome
al mismo tiempo las orientaciones pastorales que guían vuestro ministerio para
que los hombres y mujeres de la querida Nación Argentina caminen hacia la
comunión íntima con Dios, Uno y Trino. En estos momentos la Iglesia ha de
avanzar con el extraordinario dinamismo de la efusión de gracia que como «un río
de agua viva» se deriva de la celebración, aún reciente, del Gran Jubileo (cf.
«Novo millennio ineunte», 1), y que ha de traducirse en fervientes propósitos y
en líneas de acción concreta (cf. Ibíd., 3).
2. A este respecto, es de
apreciar el esmero puesto por llevar a la práctica las orientaciones dadas en la
Carta apostólica «Tertio millennio adveniente» para la preparación y celebración
del Gran Jubileo. En Argentina, en este sentido se puede recordar el Encuentro
Eucarístico Nacional del año 2000, que incluyó un serio examen de conciencia
favoreciendo el espíritu de reconciliación. Así mismo, con ese espíritu habéis
llevado a cabo una amplia y capilar consulta a las distintas Iglesias
particulares y a diversas comunidades cristianas con vistas a actualizar las
«Líneas pastorales para la Nueva Evangelización» aprobadas en 1990. Todo ello,
completado con la acogida y reflexión basada en la Carta apostólica «Novo
millennio ineunte», adoptando los criterios pastorales de la misma para
publicarlos próximamente con el sugestivo título de «Navega mar adentro».
Quiero alentaros en vuestras
opciones por afrontar de manera eficaz la nueva evangelización, como son la
perseverancia creativa de las cotidianas acciones de la pastoral ordinaria, la
acogida cordial y la renovación en santidad por parte de las comunidades
parroquiales, todo ello unido a la sólida formación cristiana que favorezca el
compromiso misionero de los laicos.
Como he señalado en la carta apostólica
«Novo millennio ineunte» nos encontramos ahora ante «el mayor y no menos
comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria» (n. 29), que es siempre una
tarea apasionante. Esta no significa que cada cual lleve a cabo su labor
conforme a criterios individuales, sino, por el contrario, que se ha de
conformar con los criterios propios del proyecto pastoral de la respectiva
diócesis, convergiendo después con las prioridades conjuntas y respondiendo a
las necesidades de evangelización actuales de los argentinos.
No dudéis nunca en poner
todo vuestro celo y empeño pastorales en los trabajos de la nueva
evangelización, con la íntima convicción de que iluminará la acción de los
laicos cristianos y podrá ser remedio eficaz y duradero para los duros y graves
males que actualmente padecen muchos habitantes de vuestra Nación.
3. En vuestra acción
pastoral contáis con la ayuda de los sacerdotes, unidos a su Obispo según la
bella expresión de San Ignacio de Antioquía «como las cuerdas a la lira» («Ad
Efesios» 4,1). Ellos, en virtud de su ordenación han recibido una consagración
peculiar que los destina para «predicar el Evangelio a los fieles, para
dirigirlos y para celebrar el culto divino» («Lumen Gentium» 28), siendo signo y
expresión de la caridad pastoral de Cristo en su función de enseñar, santificar
y regir al pueblo que se les encomienda. Participan de la misión confiada por
Cristo mismo y reconocida por la Iglesia, que no ha de ser vivida como simple
ejercicio de una función humana y que ha de ser custodiada todos los días como
un don precioso de Dios.
El sacerdote debe recordar
que, antes de nada, es hombre de Dios y, por eso, nunca puede descuidar su vida
espiritual. Toda su actividad «debe comenzar efectivamente con la oración» (San
Alberto Magno, «Comentario de la teología mística», 15). Entre las múltiples
actividades que llenan la jornada de cada sacerdote, la primacía corresponde a
la celebración de la Eucaristía, que lo conforma al Sumo y Eterno Sacerdote.
En la presencia de Dios
encuentra la fuerza para vivir las exigencias del ministerio y la docilidad para
cumplir la voluntad de Quien lo llamó y consagró, enviándolo para encomendarle
una misión particular y necesaria. Por ello, la celebración devota de la
Liturgia de las Horas, la oración personal, la meditación asidua de la Palabra
de Dios, la devoción a la Madre del Señor y de la Iglesia y la veneración de los
Santos, son instrumentos preciosos de los que no se puede prescindir para
afirmar el esplendor de la propia identidad y asegurar el fructuoso ejercicio
del ministerio sacerdotal.
Siendo una misión exigente y
que las circunstancias actuales hacen difícil en muchas ocasiones, corresponde a
vosotros, queridos Obispos, ayudarles, acompañarles y seguirles, preocupándoos
de las necesidades de su vida y proporcionándoles los medios materiales,
espirituales y formativos para vivir con gozo y dignidad su ministerio. ¡Qué
sintiéndose acogidos por quienes sois como padres suyos, vayan al encuentro de
los hombres para anunciarles con dinamismo el Evangelio y los hagan discípulos
del Señor!
4. La vida parroquial es el
medio ordinario con el que los fieles de toda clase y condición participan de la
vida de la Iglesia y reciben la gracia de Dios. En la Carta apostólica «Dies
Domini» escribí: «Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia
ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical
del día del Señor y su Eucaristía» (n. 35), ya que en ella Cristo está presente
en su Iglesia de manera más eminente como fuente y culmen de la vida eclesial.
Por esa razón el Concilio Vaticano II recomienda que «los párrocos han de
procurar que la celebración de la Eucaristía sea el centro y la cumbre de toda
la vida de la comunidad cristiana» («Christus Dominus», 30).
Como Pastores sabéis bien la
importancia de la Santa Misa para la edificación, crecimiento y la
revitalización de las comunidades cristianas. Nada podrá suplirla jamás, pues
aunque la Celebración de la Palabra, cuando falta el presbítero, es conveniente
para mantener viva la fe, la meta a la que se debe tender es la regular
celebración eucarística.
La Santa Misa, con la doble
mesa de la Palabra y de la Eucaristía, hace que los fieles tengan vida y la
tengan en abundancia (cf. Jn 10,10), recibiéndola del mismo Cristo, que así
modela y nutre a su Iglesia. A este respecto, el «Catecismo de la Iglesia
católica» recuerda que «la celebración dominical del día y de la Eucaristía del
Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia» (n. 2177), ya que
ella hace revivir a los cristianos «la intensa experiencia que tuvieron los
Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Señor Resucitado se les manifestó
estando reunidos (cf. Jn 20,19)» («Dies Domini», 33).
Se debe incrementar, pues,
una acción pastoral que favorezca una participación más asidua de los fieles en
la Eucaristía dominical, la cual ha de ser vivida no sólo como un precepto sino
como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana. Por ello
escribí: «Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no
puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad
cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística dominical»
(Ibíd., 81). Más recientemente he señalado también que se ha de dar "un realce
particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día
especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera
Pascua de la semana" (Novo millennio ineunte, 35).
5. Otro campo de la acción
pastoral que requiere especial atención es el de la promoción y defensa de la
institución familiar, hoy tan atacada desde diversos frentes con múltiples y
sutiles argumentos. Asistimos a una corriente, muy difundida en algunas partes,
que tiende a debilitar su verdadera naturaleza. Los mismos fieles católicos, en
ocasiones, por variados motivos, no recurren al Sacramento del matrimonio para
dar comienzo a su unión en el amor. Es importante recordar que Cristo «mediante
el Sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos.
Permanece, además con ellos para que, como Él mismo amó a la Iglesia y se
entregó por ella, así también los cónyuges, con su entrega mutua, se amen con
perpetua fidelidad» (Gaudium et spes, 48).
Conozco el empeño que ponéis
en defender y promover esta institución, que tiene su origen en Dios y en su
plan de salvación (cf. «Familiaris consortio», 49). La extensión de la crisis
del matrimonio y de la familia no ha de llevar al abatimiento o a la dejadez, al
contrario, nos ha de impulsar a proclamar, con firmeza pastoral, como un
auténtico servicio a la familia y a la sociedad, la verdad sobre el matrimonio y
la familia establecida por Dios. Dejar de hacerlo sería una grave omisión
pastoral que induciría a los creyentes al error, así como también a quienes
tienen la grave responsabilidad de tomar las decisiones sobre el bien común de
la nación. Esta verdad es válida no sólo para los católicos, sino para todos los
hombres y mujeres sin distinción, pues el matrimonio y la familia constituyen un
bien insustituible de la sociedad, la cual no puede permanecer indiferente ante
su degradación o la pérdida de su identidad.
A este respecto, los esposos
comprometidos en la Iglesia deben, con la ayuda de los pastores, esmerarse en
profundizar en la teología del matrimonio, ayudar a las parejas jóvenes y a las
familias en dificultad a reconocer mejor el valor de su compromiso sacramental y
a acoger la gracia de la alianza que han sellado como bautizados. Las familias
cristianas han de ser las primeras en testimoniar la grandeza de la vida
conyugal y familiar, fundada en el amor mutuo y en la fidelidad. Gracias al
sacramento, su amor humano adquiere un valor superior, porque los cónyuges
manifiestan el amor de Cristo a su Iglesia, asumiendo al mismo tiempo una
responsabilidad importante en el mundo: engendrar hijos llamados a convertirse
en hijos de Dios, y ayudarlos en su crecimiento humano y sobrenatural.
Queridos hermanos: acompañad a las familias, alentad la pastoral
familiar en vuestras diócesis y promoved los movimientos y asociaciones de
espiritualidad matrimonial; despertad su celo apostólico para que hagan propia
la tarea de la nueva evangelización, abran sus puertas a quienes viven en
situaciones difíciles, y den testimonio de la gran dignidad de un amor
desinteresado e incondicional.
No hay que olvidar, además, que para la
defensa y promoción de la institución familiar es importante la adecuada
preparación de quienes se disponen a contraer el sacramento del matrimonio (cf.
cc. 1063-1064 C.I.C.). De este modo se promueve la formación de auténticas
familias que vivan según el plan de Dios. En esta tarea no sólo se han de
presentar a los futuros esposos los aspectos antropológicos del amor humano,
sino también las bases para una auténtica espiritualidad conyugal, entendiendo
el matrimonio como una vocación que permite al bautizado encarnar la fe, la
esperanza y la caridad dentro de su nueva situación personal, social y
religiosa.
Completando esta preparación específica, se puede aprovechar
también como una ocasión de reevangelización para los bautizados que se acercan
a la Iglesia a pedir el sacramento del matrimonio. Aunque hoy, gracias a la
generalización de la enseñanza, los jóvenes poseen con frecuencia una cultura
superior a la de sus padres, en muchos casos esto no se corresponde con una
mayor formación en la vida cristiana, pues se constata a veces no sólo una grave
ignorancia religiosa en las jóvenes generaciones, sino, lo que es más triste, un
cierto vacío moral y una acusada carencia del sentido trascendente de la vida.
6. Queridos hermanos: con estas reflexiones sobre algunos temas quiero
alentaros en vuestro servicio a la Iglesia de Dios que peregrina en la Nación
Argentina. Dentro de unos días regresaréis a vuestro País para animar a los
sacerdotes y fieles a vivir el camino cuaresmal y celebrar con renovado vigor
las anuales fiestas pascuales, culmen del año litúrgico. Llevad mi saludo en
primer lugar a los jóvenes, llamados a ser "centinelas de la aurora" de este
nuevo milenio, esperanza de la Iglesia y de la Nación, en particular tengo
presentes a los jóvenes argentinos que en los Seminarios y diversas y numerosas
casas de formación se preparan al sacerdocio; a las familias, escuelas de rica
humanidad y de virtudes cristianas; a los pobres y necesitados, que han de
seguir siendo objeto de vuestros desvelos y atenciones; a los profesionales de
los diversos campos de la actividad humana, que han de ser los constructores de
la Patria y de la sociedad renovada en estos momentos tan particulares de
vuestra historia; a los enfermos y a los ancianos; a los sacerdotes y demás
consagrados, testigos de lo trascendente en un mundo en el que todo cambia y
parece arduo. Que sobre vosotros y vuestras comunidades cristianas desciendan
las bendiciones del Señor, por intercesión de la Virgen de Luján, Madre de todos
los argentinos y en cuyo manto se reflejan los colores de la enseña patria. Como
confirmación de estos deseos, os acompañe la Bendición Apostólica que complacido
os imparto y extiendo a todos los fieles argentinos.
Roma, 4 de marzo de
2002